El primer ministro británico, Gordon Brown, la promueve como un instrumento eficaz para crear empleos muy especializados. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, habla de su utilidad para mantener en su país los empleos industriales. El economista jefe del Banco Mundial, Justin Lin, destaca su contribución al cambio estructural de las naciones en desarrollo. McKinsey asesora a los gobiernos para instrumentarla adecuadamente. No hay duda, la política industrial está de regreso.
De hecho, la política industrial nunca se fue. Los partidarios del neoliberal Consenso de Washington pueden haberla descartado, pero los países más exitosos siempre han confiado en la acción gubernamental para promover el crecimiento de sus economías mediante su transformación estructural acelerada.
China es un ejemplo. Sus fenomenales proezas manufactureras se deben, en parte, al apoyo gubernamental para la creación de nuevas industrias. Las empresas de propiedad estatal operan como incubadoras de aptitudes técnicas y talento en materia de gestión. Sus prescripciones para elevar el contenido nacional de su producción han favorecido la aparición en el país de empresas proveedoras para las industrias automotriz y electrónica. Al tiempo que unos generosos incentivos a la exportación han ayudado a las empresas a incursionar en los mercados externos.
Chile, considerado con frecuencia como paraíso del libre mercado, es otro ejemplo. Su gobierno ha desempeñado un papel decisivo en la aparición y despegue de nuevos productos para la exportación. Las uvas chilenas lograron conquistar los mercados internacionales amparados en proyectos de investigación e innovación financiados con recursos públicos. Los productos de la silvicultura contaron con fuertes subvenciones de, quién lo diría, el gobierno del general Augusto Pinochet. En tanto que la exitosa industria del salmón es una creación de la Fundación Chile, un fondo de capital con participación estatal.
Pero en materia de política industrial quien se lleva las palmas es Estados Unidos. Resulta irónico porque este término es anatema en el lenguaje político estadounidense. Se usa casi exclusivamente para desacreditar a oponentes políticos con acusaciones de prácticas económicas estalinistas.
Sin embargo, Estados Unidos debe gran parte de sus proezas innovadoras al apoyo gubernamental. Como lo explica el profesor Josh Lerner de la escuela de Administración de Empresas de Harvard, en su libro Boulevard of Broken Dreams, los contratos del departamento de defensa de Estados Unidos desempeñaron un papel decisivo en la formación y despegue de Silicon Valley. La internet, posiblemente la innovación más importante de nuestro tiempo, nació de un proyecto auspiciado por el Departamento de Defensa. Pero no es necesario remontarnos demasiado en el tiempo para encontrar ejemplos del uso de la política industrial en Estados Unidos. Hoy en día, el gobierno federal estadounidense es el mayor capitalista de riesgo del mundo. Según The Wall Street Journal, tan solo el Departamento de Energía prevé colocar 40 mil millones de dólares de préstamos y subvenciones entre empresas privadas para alentar el desarrollo de distintas vertientes de la tecnología verde: coches eléctricos, nuevas baterías, turbinas eólicas, paneles solares y otras. En los primeros tres trimestres de 2009, las empresas privadas de capital de riesgo invirtieron menos de tres mil millones de dólares en ese sector, lejos de los 13 mil millones colocados por el Departamento de Energía en ese mismo periodo.
Así, pues, la actual aceptación de la política industrial es un justo reconocimiento a lo que analistas sensatos del crecimiento económico siempre han sostenido: el desarrollo de nuevas industrias requiere con frecuencia un impulso gubernamental que puede adoptar la forma de subvenciones, préstamos, infraestructuras y otras modalidades de apoyo. Si rascamos la superficie de cualquier nueva industria de éxito en cualquier parte del mundo, lo más probable es que encontremos evidencia de apoyos gubernamentales.
La verdadera interrogante en materia de política industrial no es la de si debe aplicarse o no, sino la forma en que debe hacerse. Veamos tres principios importantes que conviene tener presentes.
El primero: la política industrial es un estado de ánimo más que una lista de medidas concretas. Los que la aplican con éxito entienden que es más importante crear un clima propicio para la colaboración entre el gobierno y el sector privado que entregar incentivos financieros. El objetivo último de esta colaboración es identificar oportunidades de inversión y corregir eventuales cuellos de botella, y puede tomar la forma consejos de deliberación, foros de desarrollo de proveedores, consejos asesores de inversiones, mesas redondas sectoriales o fondos de riesgo público-privados. En cualquier caso, se requiere un gobierno que colabore estrechamente con el sector privado, pero que asuma la defensa del interés colectivo.
En segundo lugar, la política industrial debe recurrir tanto a las zanahorias como a los palos. Dados sus riesgos y el desfase entre sus beneficios públicos y privados, la innovación requiere rentas: rendimientos superiores a los que brindan los mercados competitivos. Esa es la razón por la que todos los países tienen un sistema de patentes. Pero los incentivos abiertos tienen sus costos: pueden aumentar los precios al consumidor y acumular recursos en actividades improductivas. Esa es la razón por la que las patentes expiran. El mismo principio debe aplicarse a las medidas gubernamentales para promover la creación de nuevas industrias. Los incentivos gubernamentales deben ser temporales y guiarse por resultados.
En tercer lugar, quienes aplican la política industrial deben asegurarse de que prevalezca el interés colectivo y no el de los burócratas que la administran, ni el de las empresas que reciben los apoyos. Como protección contra el abuso y el acaparamiento, la política industrial debe aplicarse de forma transparente, responsable y sus procesos estar abiertos a la incorporación de nuevos beneficiarios.
El reproche habitual contra la política industrial es que los gobiernos no pueden elegir a los ganadores. Claro que no pueden, pero eso no resulta tan relevante. Lo que determina el éxito en materia de política industrial no es la capacidad para reconocer a los triunfadores, sino la capacidad para abandonar a los perdedores, un requisito menos exigente. La incertidumbre garantiza que incluso políticas óptimas provoquen errores. Lo relevante es que los gobiernos reconozcan esos errores y retiren su apoyo antes de que resulten demasiado costosos.
Thomas Watson, el fundador de IBM, dijo en cierta ocasión: “Si quieres triunfar, aumenta tu tasa de errores”. Un gobierno que no comete errores al promover la industria es uno que comete el error mayor de no esforzarse lo suficiente.
Copyright: Project Syndicate, 2010. Traducido del inglés por Carlos Manzano.