Las tribulaciones nos acechan, ¿cuál es su diagnóstico de la coyuntura mundial?
La pandemia visibilizó las carencias de un sistema de salud pública sometido a cuatro décadas de abandono. Enfrentamos un panorama muy complejo en el que confluyen varias crisis: de representación política, de sustentabilidad ambiental, de expectativas frustradas, de cambios profundos en las relaciones interpersonales y la sanitaria ya mencionada. En mayor o menor medida, todas estas crisis tienen un trasfondo común: el fundamentalismo de mercado instituido por Thatcher y Reagan a finales de los setenta y principios de los ochenta.
El fundamentalismo de mercado ensanchó las desigualdades económicas, lo que explica a su vez, la parálisis de las democracias y su fragilidad para contrarrestar las presiones de las élites económicas. Agobiados por presiones de orden fiscal, los gobiernos están enfrentando crecientes dificultades para atender las demandas ciudadanas. El hartazgo y las simpatías por opciones autoritarias de gobierno crecen y se retroalimentan. La reciente ola de protestas contra el racismo en Estados Unidos, por ejemplo, muestra el descontento de la comunidad afroamericana —pero también el de una base social más amplia—, ante el repliegue de las políticas instituidas en los sesenta y setenta para promover la movilidad social y la atención de grupos rezagados. Algunos gobiernos han recurrido a la policía para intentar contener el descontento social, los resultados están a la vista.
En las actuales circunstancias y ante el envejecimiento progresivo de la población mundial, ¿ve factible el retorno del Estado de bienestar y de la cobertura universal de los servicios de salud? ¿Qué medidas tributarias permitirían financiarlos?
Algunos de los avances más significativos en la historia de la salud pública mundial tienen su antecedente directo en graves pandemias. En las crisis, la gente toma mayor conciencia de su vulnerabilidad. En el siglo XIX, por ejemplo, una epidemia de cólera fue el catalizador de una importante serie de innovaciones en materia de salud pública que, a la larga, posibilitó la convivencia de grandes multitudes en los centros urbanos.
El debilitamiento de los sistemas universales de salud ha demostrado ser peligroso. Ahora bien, ¿cómo los financiamos? Hay, me parece, una solución relativamente sencilla: aumentar los impuestos a los favorecidos por la creciente desigualdad de los últimos 40 años. Elizabeth Warren, excontendiente a la candidatura presidencial de Estados Unidos por el Partido Demócrata, propuso un impuesto adicional de 2% a los contribuyentes con activos de entre 50 y mil millones de dólares, y de 6% para aquellos con rentas de más de mil millones de dólares. Se estima que esta medida permitiría recaudar alrededor de 2.6 billones de dólares adicionales en un lapso de 10 años.
En el ámbito internacional hemos observado importantes reducciones de las tasas impositivas, especialmente para los grupos más favorecidos. Además los grandes corporativos han recurrido a paraísos fiscales para reducir su carga tributaria. En este caso están las grandes firmas tecnológicas. Este comportamiento empresarial representa una enorme amenaza para los sistemas democráticos que debe ser combatida mediante una respuesta global.
FRED BLOCK
¿Hasta qué punto cree usted que la covid-19 alterará nuestra forma de vida? ¿Vendrán cambios estructurales o simplemente regresaremos a las prácticas anteriores?
Es imposible saberlo en estos momentos. La salida fácil es predecir un regreso a la normalidad; sin embargo, hay razones para pensar que nos encontramos en un punto de inflexión. La pandemia trastrocó los cimientos del fundamentalismo de mercado que explica y justifica el éxito o el fracaso económico en función del esfuerzo individual. La actual crisis nos revela precisamente lo contrario: todos dependemos de todos y el virus no hace diferencias entre ricos y pobres. Descubrimos, además, el valor de los “trabajadores esenciales”; profesionales de la salud, desde luego, pero también quienes atienden en los supermercados, en los expendios de abarrotes y muchos otros que, a pesar de proveer de bienes y servicios indispensables para la sociedad, ganan muy poco.
Estamos redescubriendo el valor de la solidaridad social y esto debería llevarnos a un replanteamiento de nuestras prioridades y a la construcción de un orden social diferente. No es casual que la pandemia de influenza al inicio del siglo pasado, haya coincidido con la mayor ola de huelgas de la historia. En medio de sus tribulaciones los trabajadores se preguntaban: “Si todos estamos juntos en esto, ¿por qué nosotros ganamos tan poco?”.
¿Estamos preparados para un cambio de esa naturaleza?
Llevo años diciendo que el avance tecnológico y la economía nos brindan un amplio margen de maniobra para construir un sistema más justo e igualitario, y respetuoso del medioambiente. Hace 100 años, la inmensa mayoría de la población no tenía más opción que trabajar en granjas o fábricas durante largas y extenuantes jornadas. Hoy, la tecnología ha reducido las exigencias de personal y de tiempo en todas las actividades productivas. De manera que tenemos una ventana de oportunidad para construir una sociedad más equitativa, en la que la gente no tenga que sacrificar su vida por el bienestar de los demás.
A propósito de las posibilidades que brinda la era digital, usted lleva tiempo reivindicando la participación del Estado en el impresionante desarrollo tecnológico contemporáneo. Con ejemplos como el de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa de Estados Unidos, ha demostrado que fondos públicos están detrás de varias de las innovaciones más emblemáticas. ¿Cuál es la trascendencia de este tipo de inversiones?
El Estado amplió su presencia en el financiamiento de la innovación en la medida que la tecnología se fue haciendo más compleja. Llegamos a un punto en el que es muy difícil para una empresa desarrollar tecnología en forma aislada. Los riesgos son tan significativos que una firma en solitario no puede afrontarlos. Para cada investigación es necesario contratar a científicos de alto nivel y de, al menos, seis o siete especialidades para desarrollar, por ejemplo, baterías más potentes o vacunas para combatir virus como el que causa la covid-19. La solución a esta complejidad tecnológica está en las inversiones públicas. Las empresas pueden aportar especialistas, pero necesitan trabajar de la mano de agencias gubernamentales y de universidades. La ciencia y la tecnología son indispensables para mantenernos en la senda del desarrollo; una manera de asegurar que el Estado cuente con los recursos necesarios para financiarlas, es aumentar los impuestos a los más favorecidos. Apple, por ejemplo, se benefició de ocho o nueve tecnologías desarrolladas con recursos públicos, pero luego se ha mostrado muy renuente a pagar impuestos. Eso es inaceptable.
La creatividad está desempeñado un papel cada vez más destacado en la expansión de la economía del conocimiento. ¿Qué debemos hacer para aprovechar todo su potencial?
En efecto, la creatividad es un factor de primer orden en la economía actual. Si no construimos sociedades más incluyentes y justas, en las que cada niño tenga acceso a educación de calidad y se le brinden oportunidades para su desarrollo profesional, independientemente del nivel socioeconómico del que provenga, esa creatividad se verá enormemente reducida. Eso me lleva a otro punto relevante: la necesidad de desarrollar indicadores adecuados para medir y mejorar la calidad de los servicios de educación, de la salud y de otros aspectos cualitativos del bienestar social. Mediciones cuantitativas como las del PIB resultan insuficientes para valorar los avances y los desafíos de los países. En Estados Unidos, por ejemplo, ha aumentado significativamente la mortalidad y la morbilidad entre los hombres sin formación universitaria. La evolución del PIB es irrelevante para explicar este fenómeno.
Una característica sorprendente de nuestro tiempo es la confluencia de un desarrollo tecnológico acelerado con el retorno de opciones más autoritarias de gobierno. ¿Cuál es su valoración de esta situación? ¿Qué debemos esperar?
Cuando los niños están a punto de transitar a fases superiores de su crecimiento personal —aprender a caminar, hablar o controlar sus impulsos—, es frecuente que “reincidan” en conductas ya superadas como chuparse el dedo o hacer berrinches. De la misma manera, en nuestra evolución hacia sociedades más democráticas, justas y equitativas estamos en un punto de inflexión. Las decisiones cruciales y difíciles que debemos asumir nos causan temor y tendemos a refugiarnos en formas de gobierno que han sido dominantes a lo largo de la historia, como monarquías y oligarquías. Estamos, creo, en una regresión de ese tipo, pero en el momento en que algunas sociedades se decidan a dar el salto, otras las seguirán y el cambio no se detendrá. Eso no quiere decir que el futuro vaya a ser color de rosa; existe la posibilidad de que el autoritarismo se generalice y las sociedades se paralicen. Significa simplemente que ese cambio es posible.
La contingencia ha dado un nuevo impulso a plataformas de servicios en línea como Amazon, Google, Uber y Facebook. Usted ha propuesto el modelo de “servicios públicos” para regular la actividad de este grupo de gigantes tecnológicos que controlan enormes cantidades de datos personales sensibles. ¿Vislumbra alguna posibilidad de que esta propuesta prospere?
Lo que es o no es políticamente viable puede cambiar de un momento a otro. El poder que acumulan estos grandes corporativos se ha convertido en una amenaza para los sistemas democráticos. Podemos encontrar un ejemplo claro en la resistencia de Facebook para identificar y etiquetar las imprecisiones de Trump.
Pero ya hemos pasado por esto. Un siglo atrás, las compañías eléctricas y telefónicas obtenían utilidades extraordinarias y, al mismo tiempo, manipulaban el desarrollo social. En ese entonces hubo respuestas políticas que crearon estructuras regulatorias mediante las cuales se fijaron límites a los abusos de esas compañías.
Incluso los más radicales defensores del libre mercado reconocen estos riesgos y están en contra de los monopolios, porque los mercados funcionales dependen de la competencia abierta. Si desde ninguna escuela de pensamiento se justifica la existencia de estos monopolios privados, no encuentro razones por las que no puedan ser regulados como servicios públicos o incluso acotar el espectro de los servicios que prestan.
En este punto de inflexión, no puede descartarse el triunfo electoral de quienes proponen un regreso a épocas, reales o imaginarias, de estabilidad y orgullo nacional.
Como lo explicaba con las regresiones, se trata de la “política de la nostalgia”, que propone el regreso a una Edad de Oro imaginaria. Sin embargo, el reto no es ir hacia atrás, sino hacia mejores arreglos institucionales que incluyan a más personas en el proceso político, que regulen a los monopolios y que produzcan mejores resultados económicos. El problema reciente es que los políticos de centro y centro- izquierda han sido incapaces de proponer un mapa de ruta para las reformas que se necesitan.
¿Tiende a ser optimista o pesimista respecto al futuro?
Trato de ser optimista, sin perder el realismo. En una coyuntura como esta, resulta fácil adoptar visiones fatalistas en las que el autoritarismo se extiende, el cambio climático se agudiza con consecuencias devastadoras, las pandemias se vuelven recurrentes y la pobreza se generaliza. Este escenario es totalmente posible, pero de ahí mismo surge mi optimismo. Lo que está en juego es tan grave, las consecuencias del inmovilismo son tan obvias que mucha gente se concientizará de la necesidad de las reformas, de que la decadencia no es inevitable, de que la oportunidad de cambiar para bien está ahí y solo tenemos que aprovecharla.